Es cierto que el parque Berrío es un ícono
histórico de la ciudad. Pero más palpable aún es cómo en este lugar siguen
surgiendo día a día nuevas historias.
Por: Valeria Zapata Giraldo
Escena 1: Café con chontaduro
“Señores,
ya que hoy es el día de las ánimas del purgatorio, los voy a invitar a todos
para acá a que se acerquen, pero no a desayunar, por que el que ya no haya
desayunado a esta hora “¡Ya no desayunó!”, dice un hombre con la voz
amplificada por un micrófono de diadema a uno de los lados del Parque Berrío, a
eso de las 9:40 de la mañana.
A la
invitación responden unos seis hombres, que miran sorprendidos las imágenes que
el individuo ha puesto en el suelo, pues hacen referencia a la cura para la
impotencia y mujeres con zoofilia. “Vengan a conocer, observar y explorar”, repite
el hombre, que lleva puesto una camisa roja con cuadros y gafas oscuras, a
través del micrófono.
De los
otros afiches que lleva en sus brazos, el hombre escoge la imagen de un niño de
dos cabezas y se la aproxima a su público. “Óiganme, yo no quería mostrar esto,
pero yo fui mandado a llamar hoy, yo no venía para acá, yo me iba de viaje…
cuando ya tenía la maleta lista me van llamando que para que viniera a mostrar
a este muchachito otra vez. Qué pesar hombre, no se vayan a burlar de este niño
que es un angelito”, afirma el hombre, al que parece no fallarle la retórica.
Cerca
del grupo de curiosos, una mujer con falda de jean y camisa roja tiene, en un
carro metálico, cerca de 15 termos blancos con tapas de colores. Al acercarme,
coge uno de los vasos plásticos verdes y sirve un café caliente por el que tuve
que pagar trecientos pesos. Con el tinto en la mano hago lo mismo que los otros
visitantes del parque, me siento en uno de los muros que lo delimitan,
salpicado, casi en su totalidad con excremento de pájaro, a tomar sorbo tras
sorbo el café dulce, bajo la sombra de los almendros.
“Esos
otros de ahí son guayacanes y el resto palmeras”, dice uno de los hombres
canosos sentados en el muro, señalando los árboles que están distribuidos por
toda la plazoleta. Desde sus ramas, cantan algunos pájaros, uniéndose a los
sonidos provenientes de los buses, taxis y motos que pasan al frente de la
cuadra de la iglesia de la Candelaria, y al eco de un vallenato que suena a lo
lejos. Debajo de ellos se sientan los adultos canosos, quienes llevan puesto sombreros,
camisas de botones y pantalones de colores. El tema de conversación es el clima,
de vez en cuando se paran a recorrer el lugar y luego vuelven a sentarse.
Estar en
el parque Berrío equivale a dejar de lado la idea de ciudad y empaparse de los
ritmos y las costumbres que se siguen predominando en los pueblos antioqueños: todos
se conocen con todos, cantan hombres viejos con sus guitarras, los emboladores
lustran zapatos desde sus pequeños butacos y un hecho insólito es el cambio de
olor, como el que llega con el paso de una carreta de chontaduros, que hace
arrugar las narices de los que estamos allí.
Alrededor
de la estatua del centro, inaugurada en 1895, en honor a Pedro Justo Berrío, transitan decenas de
personas. Mujeres y hombres con carteles naranjados y blancos sobresalen entre
los transeúntes vendiendo minutos a $200 a todos los operadores, conversando
entre ellos y con los vendedores de golosinas que deambulan. También,
ofreciendo cajas de chicles a $100 a quienes llegan y van caminando hacia el
Metro. Afanado, un hombre pasa por delante de los venteros en dirección a las
escalas de la estación y justo antes de pisar el primer peldaño se agacha, levanta
su pantalón, saca su billetera del interior de una de sus medias y luego sigue
su camino.
Mientras
los vendedores de frutas y jugos fríos abren sus sombrillas arcoíris para
organizar sus respectivos negocios, las historias del hombre con micrófono de
diadema ya han logrado capturar a veinte personas más.
El
público, aún asombrado, mira las fotos que el individuo expone, usando sus
tonos altos y bajos como herramienta para persuadir: “¿Qué es un
extraterrestre? Algo venido de otros planetas, ¿qué es un humanoide? No sé, ¡da
igual!, pero estos son casos de la vida real, esto no lo hice yo, ahí si me
perdonarán”. En definitiva, este hombre es el protagonista esta mañana del día
de las ánimas.
Escena 2: La huida del corrientazo
Ser el
foco de atención, como lo fue el contador de historias insólitas en la mañana,
me hace recordar cómo en ese mismo parque semanas atrás tuve también mi propio público,
y no exactamente por la calidad de mi retórica.
Con el
sol del medio día que empezaba a calentar y a caer en picada, una mujer se
sienta con un carro metálico al lado de la iglesia de la Candelaria. Al frente
suyo tiene apilados varios platos de icopor, cada uno con carne, tajadas,
fríjoles y arroz envueltos en papel transparente. Es un negocio ambulante de
almuerzos que van desde los dos mil a los tres mil pesos.
A llegar
a donde estaba ubicada la mujer, varios habitantes de la calle corrieron a
rodear el sitio mirando los almuerzos y esperando que con sus voces de súplica,
dirigidas a mí, alguno de esos platos se volviera suyo.
De repente,
uno de los hombres agarró uno de los almuerzos de dos mil y sale corriendo, a
lo que la dueña del negocio lo mira en señal de reclamo y él, mientras se va
yendo, me señala gritando “¡ella se lo paga!”. Los demás habitantes de la calle
están por hacer lo mismo, a lo que no me queda más remedio que pagar el
almuerzo que acaban de robarse y marcharme del lugar antes de que me cobren
otros seis.
Escena 3: Fritos con cerveza
Ahora,
superado el asunto del plato robado, vuelvo a meterme en el corazón del parque
Berrío cuando cae la tarde y llega a la noche, momento en el que empieza a
latir a un ritmo desenfrenado. Se prenden las luces, pero no se abre ningún
telón; la obra teatral está en todas partes, cada uno de los caminantes,
visitantes y vendedores son los protagonistas principales de una historia en la
que abunda el folclor.
El parque
Berrío es, en definitiva, un epicentro de flujo en Medell ín. Mientras un numeroso grupo de personas hacen la fila para
comprar el tiquete del metro, otros van apenas llegando a formar parte del
paisaje.
Los que
llegan se sientan en las escalas de la estación –una decisión tomada por
muchos–, integrarse a la vida social o tomar otra dirección, eso sí, pasando
necesariamente por este lugar del que es imposible salir invicto, pues los
sentidos capturan inevitablemente los olores, los sonidos y las formas
presentes.
La
escultura del hombre al que el parque le debe el nombre ya no solo está acompañada
de unos cuantos adultos mayores. A cada lado del muro cuadrado que la rodea hay
hombres y mujeres sentados, sumergidos en conversaciones que los hacen soltar carcajadas
mientras comen chuzos y chorizos de los negocios nocturnos de comidas
ambulantes que empiezan a abrir.
Los
olores de los fritos comienzan a aumentar y a pelearse entre ellos, yendo de un
lado a otro con la brisa, combinándose y dejando en la nariz una sensación de
que uno acaba de comer chunchurria, con chorizo y papas fritas condimentadas
con humo de bus.
Un niño se
trepa en la escultura hasta su altura máxima, quedando como el nuevo
protagonista del parque. Desde la altura, el niño iluminado por los reflectores
amarillos –casi naranjas- que están en todo el lugar, baila moviendo los brazos
y la cintura rápidamente al ritmo del sonido de una guacharaca que toca uno de
los hombres que está sentado.
Justo al
frente bailan otras cinco parejas, formadas por adultos canosos con sombrero y
mujeres más jóvenes. Se mueven de un lado a otro dando salticos constantes,
animados por cerca de veinte personas que los rodean, aplauden y silvan
mientras toman cerveza.
Fuera
del círculo de baile, los emboladores se sientan en sillas de plástico azules y
rojas esperando la llegada de algún cliente. Mientras tanto, dos mujeres con
termos de tinto, pasan por los alrededores y dan vueltas por todo el espacio
deteniéndose en ocasiones, muy sonrientes, para repartir vasos de ese café
caliente y dulzón que ofrecen sin cobrar un peso a sus conocidos.
Cerca de
ellos, una mujer de pelo crespo y café, con un letrero naranjado de “minuto a $200”,
pegado a la cintura se abraza y se besa con un mimo de sombrero negro. La
minutera lo suelta y empieza a caminar, mirando de reojo su mimo con una
sonrisita, a lo que él no se resiste y le alcanza el paso, la detiene y
sonrientes, vuelven a besarse.
Sin
embargo, no para todos los de parque hay fiesta. Jesus Albeiro, vendedor de
jugos en la zona, se para al frente de su carrito blanco, el mismo color de su
atuendo y su sombrero, y se limita a observar lo que sucede. “Hoy no se vendió
casi nada”, dice mirando los jugos de guanábana, mandarina y champaña que tiene
en recipientes cuadrados y transparentes, de los que le queda aún casi un
tercio por cada sabor. “Eso ahorita uno va al guardadero del negocio y allá uno
le regala todo esto que sobró a los gamines”, explica Jesus Albeiro, mirándome
a través de sus gafas de lentes café.
A las
7:30 p.m. Jesus Albeiro advierte preocupado que a esa hora, más que a cualquier
otra, empiezan a verse más los robos y los atracos. “A esta hora es que salen
los vándalos, a mí me ha tocado ver cómo muchachas bonitas y todo le sacan
cosas de los bolsos a la gente, tenga el suyo bien agarrado”.
Después,
cambiando súbitamente el tema, señala la iglesia de la Candelaria y luego
la calle que está exactamente al lado,
diciendo que si uno camina por ahí, encuentra variedad de películas
pornográficas y otros DVD. “Vaya, y si se consigue una bien buena luego me la
trae”, lo indica riéndose y se despide de mí a medida que voy camino, dejando
atrás un paque Berrío que a ninguna hora sabe insípido.
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