domingo, 16 de febrero de 2014

Escenas a la sombra de Berrío


Es cierto que el parque Berrío es un ícono histórico de la ciudad. Pero más palpable aún es cómo en este lugar siguen surgiendo día a día nuevas historias.

Por: Valeria Zapata Giraldo


Escena 1: Café con chontaduro
“Señores, ya que hoy es el día de las ánimas del purgatorio, los voy a invitar a todos para acá a que se acerquen, pero no a desayunar, por que el que ya no haya desayunado a esta hora “¡Ya no desayunó!”, dice un hombre con la voz amplificada por un micrófono de diadema a uno de los lados del Parque Berrío, a eso de las 9:40 de la mañana.

A la invitación responden unos seis hombres, que miran sorprendidos las imágenes que el individuo ha puesto en el suelo, pues hacen referencia a la cura para la impotencia y mujeres con zoofilia. “Vengan a conocer, observar y explorar”, repite el hombre, que lleva puesto una camisa roja con cuadros y gafas oscuras, a través del micrófono.

De los otros afiches que lleva en sus brazos, el hombre escoge la imagen de un niño de dos cabezas y se la aproxima a su público. “Óiganme, yo no quería mostrar esto, pero yo fui mandado a llamar hoy, yo no venía para acá, yo me iba de viaje… cuando ya tenía la maleta lista me van llamando que para que viniera a mostrar a este muchachito otra vez. Qué pesar hombre, no se vayan a burlar de este niño que es un angelito”, afirma el hombre, al que parece no fallarle la retórica.

Cerca del grupo de curiosos, una mujer con falda de jean y camisa roja tiene, en un carro metálico, cerca de 15 termos blancos con tapas de colores. Al acercarme, coge uno de los vasos plásticos verdes y sirve un café caliente por el que tuve que pagar trecientos pesos. Con el tinto en la mano hago lo mismo que los otros visitantes del parque, me siento en uno de los muros que lo delimitan, salpicado, casi en su totalidad con excremento de pájaro, a tomar sorbo tras sorbo el café dulce, bajo la sombra de los almendros.

“Esos otros de ahí son guayacanes y el resto palmeras”, dice uno de los hombres canosos sentados en el muro, señalando los árboles que están distribuidos por toda la plazoleta. Desde sus ramas, cantan algunos pájaros, uniéndose a los sonidos provenientes de los buses, taxis y motos que pasan al frente de la cuadra de la iglesia de la Candelaria, y al eco de un vallenato que suena a lo lejos. Debajo de ellos se sientan los adultos canosos, quienes llevan puesto sombreros, camisas de botones y pantalones de colores. El tema de conversación es el clima, de vez en cuando se paran a recorrer el lugar y luego vuelven a sentarse.

Estar en el parque Berrío equivale a dejar de lado la idea de ciudad y empaparse de los ritmos y las costumbres que se siguen predominando en los pueblos antioqueños: todos se conocen con todos, cantan hombres viejos con sus guitarras, los emboladores lustran zapatos desde sus pequeños butacos y un hecho insólito es el cambio de olor, como el que llega con el paso de una carreta de chontaduros, que hace arrugar las narices de los que estamos allí.

Alrededor de la estatua del centro, inaugurada en 1895, en honor a Pedro Justo Berrío, transitan decenas de personas. Mujeres y hombres con carteles naranjados y blancos sobresalen entre los transeúntes vendiendo minutos a $200 a todos los operadores, conversando entre ellos y con los vendedores de golosinas que deambulan. También, ofreciendo cajas de chicles a $100 a quienes llegan y van caminando hacia el Metro. Afanado, un hombre pasa por delante de los venteros en dirección a las escalas de la estación y justo antes de pisar el primer peldaño se agacha, levanta su pantalón, saca su billetera del interior de una de sus medias y luego sigue su camino.

Mientras los vendedores de frutas y jugos fríos abren sus sombrillas arcoíris para organizar sus respectivos negocios, las historias del hombre con micrófono de diadema ya han logrado capturar a veinte personas más.
El público, aún asombrado, mira las fotos que el individuo expone, usando sus tonos altos y bajos como herramienta para persuadir: “¿Qué es un extraterrestre? Algo venido de otros planetas, ¿qué es un humanoide? No sé, ¡da igual!, pero estos son casos de la vida real, esto no lo hice yo, ahí si me perdonarán”. En definitiva, este hombre es el protagonista esta mañana del día de las ánimas.

Escena 2: La huida del corrientazo
Ser el foco de atención, como lo fue el contador de historias insólitas en la mañana, me hace recordar cómo en ese mismo parque semanas atrás tuve también mi propio público, y no exactamente por la calidad de mi retórica.
Con el sol del medio día que empezaba a calentar y a caer en picada, una mujer se sienta con un carro metálico al lado de la iglesia de la Candelaria. Al frente suyo tiene apilados varios platos de icopor, cada uno con carne, tajadas, fríjoles y arroz envueltos en papel transparente. Es un negocio ambulante de almuerzos que van desde los dos mil a los tres mil pesos.

A llegar a donde estaba ubicada la mujer, varios habitantes de la calle corrieron a rodear el sitio mirando los almuerzos y esperando que con sus voces de súplica, dirigidas a mí, alguno de esos platos se volviera suyo.
De repente, uno de los hombres agarró uno de los almuerzos de dos mil y sale corriendo, a lo que la dueña del negocio lo mira en señal de reclamo y él, mientras se va yendo, me señala gritando “¡ella se lo paga!”. Los demás habitantes de la calle están por hacer lo mismo, a lo que no me queda más remedio que pagar el almuerzo que acaban de robarse y marcharme del lugar antes de que me cobren otros seis.

Escena 3: Fritos con cerveza
Ahora, superado el asunto del plato robado, vuelvo a meterme en el corazón del parque Berrío cuando cae la tarde y llega a la noche, momento en el que empieza a latir a un ritmo desenfrenado. Se prenden las luces, pero no se abre ningún telón; la obra teatral está en todas partes, cada uno de los caminantes, visitantes y vendedores son los protagonistas principales de una historia en la que abunda el folclor.
  
El parque Berrío es, en definitiva, un epicentro de flujo en Medellrico. ﷽﷽﷽﷽gar histo de Berrdelariaando comoell corazse con la variedad de esos. s de que me cobren otros seis mando lo almuerzosín. Mientras un numeroso grupo de personas hacen la fila para comprar el tiquete del metro, otros van apenas llegando a formar parte del paisaje.

Los que llegan se sientan en las escalas de la estación –una decisión tomada por muchos–, integrarse a la vida social o tomar otra dirección, eso sí, pasando necesariamente por este lugar del que es imposible salir invicto, pues los sentidos capturan inevitablemente los olores, los sonidos y las formas presentes.

La escultura del hombre al que el parque le debe el nombre ya no solo está acompañada de unos cuantos adultos mayores. A cada lado del muro cuadrado que la rodea hay hombres y mujeres sentados, sumergidos en conversaciones que los hacen soltar carcajadas mientras comen chuzos y chorizos de los negocios nocturnos de comidas ambulantes que empiezan a abrir.

Los olores de los fritos comienzan a aumentar y a pelearse entre ellos, yendo de un lado a otro con la brisa, combinándose y dejando en la nariz una sensación de que uno acaba de comer chunchurria, con chorizo y papas fritas condimentadas con humo de bus.

Un niño se trepa en la escultura hasta su altura máxima, quedando como el nuevo protagonista del parque. Desde la altura, el niño iluminado por los reflectores amarillos –casi naranjas- que están en todo el lugar, baila moviendo los brazos y la cintura rápidamente al ritmo del sonido de una guacharaca que toca uno de los hombres que está sentado.

Justo al frente bailan otras cinco parejas, formadas por adultos canosos con sombrero y mujeres más jóvenes. Se mueven de un lado a otro dando salticos constantes, animados por cerca de veinte personas que los rodean, aplauden y silvan mientras toman cerveza.

Fuera del círculo de baile, los emboladores se sientan en sillas de plástico azules y rojas esperando la llegada de algún cliente. Mientras tanto, dos mujeres con termos de tinto, pasan por los alrededores y dan vueltas por todo el espacio deteniéndose en ocasiones, muy sonrientes, para repartir vasos de ese café caliente y dulzón que ofrecen sin cobrar un peso a sus conocidos.
Cerca de ellos, una mujer de pelo crespo y café, con un letrero naranjado de “minuto a $200”, pegado a la cintura se abraza y se besa con un mimo de sombrero negro. La minutera lo suelta y empieza a caminar, mirando de reojo su mimo con una sonrisita, a lo que él no se resiste y le alcanza el paso, la detiene y sonrientes, vuelven a besarse.
Sin embargo, no para todos los de parque hay fiesta. Jesus Albeiro, vendedor de jugos en la zona, se para al frente de su carrito blanco, el mismo color de su atuendo y su sombrero, y se limita a observar lo que sucede. “Hoy no se vendió casi nada”, dice mirando los jugos de guanábana, mandarina y champaña que tiene en recipientes cuadrados y transparentes, de los que le queda aún casi un tercio por cada sabor. “Eso ahorita uno va al guardadero del negocio y allá uno le regala todo esto que sobró a los gamines”, explica Jesus Albeiro, mirándome a través de sus gafas de lentes café.

A las 7:30 p.m. Jesus Albeiro advierte preocupado que a esa hora, más que a cualquier otra, empiezan a verse más los robos y los atracos. “A esta hora es que salen los vándalos, a mí me ha tocado ver cómo muchachas bonitas y todo le sacan cosas de los bolsos a la gente, tenga el suyo bien agarrado”.

Después, cambiando súbitamente el tema, señala la iglesia de la Candelaria y luego la  calle que está exactamente al lado, diciendo que si uno camina por ahí, encuentra variedad de películas pornográficas y otros DVD. “Vaya, y si se consigue una bien buena luego me la trae”, lo indica riéndose y se despide de mí a medida que voy camino, dejando atrás un paque Berrío que a ninguna hora sabe insípido.






No hay comentarios:

Publicar un comentario