domingo, 16 de febrero de 2014

De temor y sombras lleno


Encontramos un lugar para lo que perdemos. Aunque sabemos que después de dicha pérdida la fase aguda del duelo se calmará, también sabemos que parte de una parte de nosotros permanecerá inconsolable y que nunca encontrará un sustituto. Sin importar qué pueda llenar el vacío, y aún si éste es completamente llenado, seguirá, sin embargo, siendo algo que ha cambiado para siempre…
Sigmund Freud


Por Mateo Upegui Arboleda

El aire fresco de la mañana golpea los efluvios nocivos de buses, taxis y motos, y se entremezcla con los aromas de panaderías y restaurantes. Es una batalla corta que comienza en la madrugada y en la que el claro ganador será, como todos los días, el calor denso del mediodía.

Puestos cargados de flores naturales y artificiales, decorados con bandas y moños, delinean el costado frontal izquierdo del cementerio de San Pedro en su entrada por la calle Bolívar. Algún ritmo tropical agrede el ambiente alrededor del lugar de descanso final de miles de cadáveres.

Adentro, cubriendo los muros de las galerías más nuevas, recogen polvo girasoles plásticos, resaltan fotos, tarjetas y adhesivos de dibujos animados, en las tumbas de los niños. Alguna lápida muestra apliques metálicos de herraduras, fustas y baldosines mandados a hacer con la foto del difunto, envuelta en un halo, sobre un fondo difuminado con caballos y un paisaje campestre.

Es extraño ver guitarras eléctricas y caricaturas, decoraciones de poca calidad que atiborran algunos muros. En algunas tumbas las flores no son artificiales, sino frescas, en otras, las ofrendas ya más viejas atraen mosquitos y despiden el olor dulzón del agua estancada y putrefacta.

En el patio circular principal, que es a cielo abierto, y en algunas galerías más iluminadas, es posible encontrar a uno que otro borracho, tan estereotípico como pueda imaginarse, recostado en el piso, con una botella en la mano, burlando la mirada atenta de los agentes de policía en la entrada y de los guardias privados de seguridad al interior.

Entre el llanto convulsivo de una comitiva de mujeres y la expresión sombría de unos pocos hombres, una carroza Lincoln transporta un pequeño ataúd blanco lacado hacia la calle surcada de cipreses que apunta a la capilla. El edificio, una construcción blanca e imponente que data de 1929, está enmarcado por palmeras a sus lados y alberga un órgano alemán de 312 flautas. Sus muros cuentan con vitrales que sincretizan la idiosincrasia colombiana con el imaginario católico.

El legado de la violencia

El cementerio de San Pedro fue fundado en 1842 por las familias de la élite de la Villa de la Candelaria, la población de nueve mil almas que después se convertiría en Medellín. Fue el primer cementerio privado de la nueva ciudad y sus imponentes monumentos funerarios de mármol de Carrara le ganaron el apodo de Cementerio Blanco.

Con el paso del tiempo las necesidades de la ciudad cambiaron y el cementerio cambió también. Primero, a principios del siglo XX, con el crecimiento de la ciudad, y después, con las oleadas de violencia que sacudieron a la urbe. La época de furor del narcotráfico significó el derrumbe definitivo de las barreras de clase que habían definido al cementerio.

En plena luz del comienzo de la tarde, lo kitsch resulta un poco chocante. En uno de los mausoleos, tras un arreglo de mesitas, flores plásticas y mantelitos de crochet, hay unas placas sin el nombre de los sepultados. Es el mausoleo de la familia Muñoz Mosquera, cuyos miembros más jóvenes, hombres y mujeres, perecieron durante los ochenta al verse involucrados en la violencia del narcotráfico.

Hasta hace unos años, sobre una de las placas de mármol, había una imagen de una joven, que ahora ha sido retirada. “Como los que están enterrados aquí, estuvieron, en algunos casos, involucrados con el narcotráfico y con muertes violentas, es posible que hubiera gente que los considerara enemigos aún después de muertos”, explica Ana María Cortés, guía del museo cementerio de San Pedro y psicóloga: “Para evitar profanaciones a las sepulturas, se evitaron los nombres”.

El mausoleo de los Muñoz Mosquera adquirió notoriedad al aparecer en la película Rosario Tijeras de Emilio Maillé, inspirada en la novela del mismo nombre del escritor Jorge Franco. La tumba tenía música: una pequeña radio, al principio sintonizada a perpetuidad en una emisora de salsa.

 Eventualmente, la música pasó a ser cristiana, reflejo del fervor religioso de la última sobreviviente de la familia. Finalmente, la radio pasó a ser desconectada cuando las autoridades descubrieron que la electricidad con la que funcionaba era robada.

El cementerio en las sombras

Conoce la diligencia con que se acerca la muerte

Ya formidable y espantoso suena
dentro del corazón el postrer día,
y la última hora negra y fría
se acerca de temor y sombras llena.
Si agradable descanso, paz serena
la muerte en forma de dolor envía,
señas da su desdén de cortesía:
más tiene de caricia que de pena.
¿Qué pretende el temor desacordado
de la que a rescatar piadosa viene
espíritu en miserias anudado?
Llegue rogada, pues mi bien previene
hálleme agradecido, no asustado:
mi vida acabe y mi vivir ordene.


          Francisco de Quevedo

En mi última visita al cementerio dejé de ser un observador desapegado. El calor de la noche del 19 octubre, acentuado por la ausencia conspicua de brisa, se posó como un manto pesado sobre el paisaje. Sobre los muros de las galerías y sobre los mismos mausoleos, las proyecciones del evento denominado “Reminiscencias del pasado” vertieron imágenes acerca de la vida y la muerte en Medellín, y la relación de los vivos con los muertos.

El principio del recorrido, pasando por las galerías de los niños, comenzó por una reflexión acerca del significado de la ornamentación que yo había percibido, en un principio, con bastantes reservas. “El proceso de duelo”, explica Ana María Cortés, “es visible en el trato que los vivos dan a los muertos”. En la primera fase, los recuerdos, los símbolos, los juguetes y los mensajes escritos evidencian que el infante fallecido hace aún parte de la vida de quienes dejó atrás. En otras galerías, las flores frescas hablan de visitas frecuentes, mientras que las muertas delatan a alguien que apenas acaba de aceptar la pérdida.

Mientras que los muros de cal ofrecen algún resguardo frente al calor de la noche, el centro circular del cementerio, con sus imponentes esculturas de mármol, granito y bronce, es intimidante, místico, y en él el calor es –paradójicamente– más opresivo. No se adivina la bulliciosa ciudad que existe a pocos metros de esta otra ciudad, esta ciudad de muertos. El paisaje es dominado por la capilla, iluminada esta sobre su costado izquierdo por la luna llena.

Aunque una vez cada mes, en las llamadas Noche de Luna Llena, el cementerio de San Pedro abre sus puertas al público para eventos culturales, los recintos exigen, en la oscuridad, una actitud de respeto y de reverencia a los muertos.

Los cipreses mediterráneos que delinean el camino hacia la capilla, son símbolos  de la vida, por ser perennes como la muerte, por no regenerarse cuando son talados. Al igual que las antorchas en hierro y bronce que abundan en los sepulcros, su proyección hacia los cielos implica, dentro de la tradición judeo-cristiana, la ascensión de las almas, y son testimonio de tradiciones funerarias que se remontan a la antigua Roma.

Un ángel de expresión austera preside uno de los mausoleos principales, el del fundador, Pedro Uribe Restrepo. Inclinado, posa el índice de su mano izquierda sobre sus labios, como exigiendo silencio, y en su mano derecha empuña una espada de más de un metro de largo. Bajo los pies de la estatua, la representación de la pompa funeraria y el misticismo religioso, reposan cadáveres que recuerdan el destino que algún día conoceremos todos. En el fondo del proceso de duelo está la percepción de que morir es algo extraordinario, algo excepcional.

Y no. Morir es la cosa más normal de este mundo.

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