domingo, 16 de febrero de 2014

Los embera katío devuelven la mirada a su tierra



Por: Luis Alfonso Zapata Sánchez

Quizás usted puede ayudarnos, vamos a La Alpujarra y nadie nos dice nada. Mi hijo se enfermó hace poco y en el hospital nos dieron la fórmula para comprar los medicamentos. Mi nombre es Ángel y soy embera katío.




- ¿Por qué vinieron a la ciudad?
- Porque donde estábamos los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla daban por terminada la vida de nuestras familias.
- ¿En qué trabaja?
- Ahora vendo Vive100, porque el Bonice ya no sirve.
- ¿Sabe escribir?
- Sí.
- ¿Cuántos hijos tiene?
- Cinco.
- ¿Cómo se llaman?
- Doralba, Alfrey, Jose Heider, Venino y Yamel.
- ¿Van a la escuela?
- No.
- ¿Qué comen?
- Arroz, plátano. A veces vacío.
- ¿Cree en Dios?
- Sí, como humanos.

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Desde las ocho de la mañana, cerca de 107 personas -entre hombres, mujeres y niños pertenecientes a la comunidad indígena embera katío- esperan a las afueras de un edificio ubicado en el sector de Niquitao, en la ciudad de Medellín, por la llegada de tres buses que los conducirán de regreso a El Carmen de Atrato, Chocó.

En esta zona se ubica un resguardo protegido por la Guardia Indígena, quienes en vez de armas utilizan el bastón de mando como símbolo de autoridad y actitud defensiva.
Su máximo representante, el gobernador Luis Eduardo Tequia, ha realizado, durante cuatro meses la gestión ante la Personería de Medellín, la Defensoría del Pueblo y entidades encargadas de la protección de los derechos humanos.

Además, en coordinación con la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas ha logrado realizar un retorno de emergencia debido a las precarias condiciones de subsistencia que amenazan con la pérdida de vidas humanas.

Según Claudia Bañol, quien trabaja en el Enlace Étnico de Bienestar Familiar, los indígenas “no son personas que vienen a pedir limosna sino que llegan a la ciudad para hacer defender el derecho a la vida, la educación y la salud”.

Los anteriores están explícitos en el Decreto-Ley 4633 de 2011, donde se dice que es obligación del Estado dignificar a los pueblos indígenas a través del reconocimiento de su territorio y garantizar sus derechos ancestrales, humanos y constitucionales, colectivos e individuales, mediante la realización de políticas que lleven a dicho fin.

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Dentro de la estructura familiar son las mujeres indígenas las que mantienen vivas las tradiciones culturales y, por lo general, no hablan español, pues al momento de sobrevivir en la convulsionada ciudad se tornan distantes de los citadinos, mientras que en sus habitaciones -donde cabe un colchón, una mesa y un fogón de una sola resistencia- preparan los alimentos, elaboran artesanías, cuidan de los niños y lavan la ropa. 

Los hombres son los encargados de salir a las calles a “rebuscársela”, pero cuando no lo consiguen, son ellas, acompañadas de sus hijos, las que venden artesanías o piden dinero, comida, atención y legitimación de sus derechos.

Se han puesto su mejor traje. Las mujeres han dibujado en su rostro líneas  con pintura negra y roja, mismas que hacen juego con sus collares de colores y sus vestidos blancos con azul, rojo y coral, de finos pliegues que se tornan curvos en los cuellos y en los ruedos.

Los niños corretean por las aceras y ante la presencia de los representantes de las autoridades gubernamentales hablan su lengua nativa, haciéndolos sentir extraños y demostrando su diferencia en señal de la fuerza que les da poder regresar a su comunidad.
Cuando han dicho “pueden subir a los buses”, las madres cogen a sus hijos, se van sentando y asoman la cabeza por la ventana. No sonríen, pero en sus ojos se refleja la esperanza de sentirse a salvo.

Los hombres agarran los costales de mimbre marcados con los nombres de sus dueños. En ellos se hace el relieve de ollas, triciclos, escobas y sobresalen muñecas tuertas con cabellos despeinados.

Podrán llevar pocas pertenencias, pero no el grato recuerdo de “la ciudad de las oportunidades”.

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Han partido dejando sus huellas de pies descalzos en las aceras y semáforos, algunas de sus artesanías en el hogar de alguna mujer que las porta con estilo “bohemio-chic” y sus caras en el corazón de quien los mira como su reflejo        -como el origen de nuestra identidad-, pero como dice Antonio Caballero en su novela Sin Remedio: “tal vez lo verdaderamente auténtico colombiano es la inautenticidad, cantar rancheras mexicanas, tangos argentinos y cuencas chilenas”.

Tal vez cuando logremos reconocer el valor histórico, social y humano de los indígenas colombianos dejemos de verlos como algo que pertenece al pasado -al Museo del Oro- e integremos sus dinámicas a las nuestras, como el respeto a la naturaleza y a la vida, llegaremos a construir una sociedad reivindicada con los errores del pasado, donde prevalece la aplicación de nuevos conocimientos asumidos desde la experiencia humana. 

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Ángel es embera katío, pero su resguardo no se encuentra en El Carmen de Atrato sino en Pescaito, Chocó. Se acerca al lugar de forma cautelosa y mira de un lado a otro dando vueltas entre las personas.

Está acompañado de uno de sus amigos del inquilinato (allí habitan, aproximadamente, 18 familias que están a la espera de que una organización indígena les preste atención. Buscan por sus propios medios organizarse para tener la oportunidad de retornar a su resguardo).

- Ángel. Ángel, ¿por qué no volviste la otra vez? ¿cómo estás?

-Voy a buscar a Alirio. Tenemos que volver a La Alpujarra.

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