Por: Luis Alfonso
Zapata Sánchez
Quizás
usted puede ayudarnos, vamos a La Alpujarra y nadie nos dice nada. Mi hijo se
enfermó hace poco y en el hospital nos dieron la fórmula para comprar los medicamentos.
Mi nombre es Ángel y soy embera katío.
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¿Por qué vinieron a la ciudad?
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Porque donde estábamos los enfrentamientos entre el ejército y la guerrilla daban
por terminada la vida de nuestras familias.
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¿En qué trabaja?
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Ahora vendo Vive100, porque el Bonice ya no sirve.
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¿Sabe escribir?
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Sí.
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¿Cuántos hijos tiene?
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Cinco.
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¿Cómo se llaman?
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Doralba, Alfrey, Jose Heider, Venino y Yamel.
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¿Van a la escuela?
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No.
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¿Qué comen?
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Arroz, plátano. A veces vacío.
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¿Cree en Dios?
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Sí, como humanos.
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Desde las ocho de la mañana, cerca de
107 personas -entre hombres, mujeres y niños pertenecientes a la comunidad
indígena embera katío- esperan a las afueras de un edificio ubicado en el
sector de Niquitao, en la ciudad de Medellín, por la llegada de tres buses que
los conducirán de regreso a El Carmen de Atrato, Chocó.
En esta zona se ubica un resguardo protegido
por la Guardia Indígena, quienes en vez de armas utilizan el bastón de mando
como símbolo de autoridad y actitud defensiva.
Su máximo representante, el gobernador
Luis Eduardo Tequia, ha realizado, durante cuatro meses la gestión ante la
Personería de Medellín, la Defensoría del Pueblo y entidades encargadas de la
protección de los derechos humanos.
Además, en coordinación con la Unidad para
la Atención y Reparación Integral a las Víctimas ha logrado realizar un retorno
de emergencia debido a las precarias condiciones de subsistencia que amenazan
con la pérdida de vidas humanas.
Según Claudia Bañol, quien trabaja en
el Enlace Étnico de Bienestar Familiar, los indígenas “no son personas que
vienen a pedir limosna sino que llegan a la ciudad para hacer defender el derecho
a la vida, la educación y la salud”.
Los anteriores están explícitos en el
Decreto-Ley 4633 de 2011, donde se dice que es obligación del Estado dignificar
a los pueblos indígenas a través del reconocimiento de su territorio y
garantizar sus derechos ancestrales, humanos y constitucionales, colectivos e
individuales, mediante la realización de políticas que lleven a dicho fin.
***
Dentro de la estructura familiar son
las mujeres indígenas las que mantienen vivas las tradiciones culturales y, por
lo general, no hablan español, pues al momento de sobrevivir en la
convulsionada ciudad se tornan distantes de los citadinos, mientras que en sus
habitaciones -donde cabe un colchón, una mesa y un fogón de una sola
resistencia- preparan los alimentos, elaboran artesanías, cuidan de los niños y
lavan la ropa.
Los hombres son los encargados de
salir a las calles a “rebuscársela”, pero cuando no lo consiguen, son ellas, acompañadas
de sus hijos, las que venden artesanías o piden dinero, comida, atención y
legitimación de sus derechos.
Se han puesto su mejor traje. Las
mujeres han dibujado en su rostro líneas
con pintura negra y roja, mismas que hacen juego con sus collares de
colores y sus vestidos blancos con azul, rojo y coral, de finos pliegues que se
tornan curvos en los cuellos y en los ruedos.
Los niños corretean por las aceras y ante la presencia de los representantes de las autoridades gubernamentales hablan su lengua nativa, haciéndolos sentir extraños y demostrando su diferencia en señal de la fuerza que les da poder regresar a su comunidad.
Cuando han dicho “pueden subir a los
buses”, las madres cogen a sus hijos, se van sentando y asoman la cabeza por la
ventana. No sonríen, pero en sus ojos se refleja la esperanza de sentirse a
salvo.
Los hombres agarran los costales de
mimbre marcados con los nombres de sus dueños. En ellos se hace el relieve de
ollas, triciclos, escobas y sobresalen muñecas tuertas con cabellos
despeinados.
Podrán llevar pocas pertenencias, pero
no el grato recuerdo de “la ciudad de las oportunidades”.
***
Han partido dejando sus huellas de
pies descalzos en las aceras y semáforos, algunas de sus artesanías en el hogar
de alguna mujer que las porta con estilo “bohemio-chic” y sus caras en el
corazón de quien los mira como su reflejo
-como el origen de nuestra identidad-, pero como dice Antonio Caballero
en su novela Sin Remedio: “tal vez lo
verdaderamente auténtico colombiano es la inautenticidad, cantar rancheras
mexicanas, tangos argentinos y cuencas chilenas”.
Tal vez cuando logremos reconocer el valor
histórico, social y humano de los indígenas colombianos dejemos de verlos como
algo que pertenece al pasado -al Museo del Oro- e integremos sus dinámicas a
las nuestras, como el respeto a la naturaleza y a la vida, llegaremos a
construir una sociedad reivindicada con los errores del pasado, donde prevalece
la aplicación de nuevos conocimientos asumidos desde la experiencia
humana.
***
Ángel es embera katío, pero su
resguardo no se encuentra en El Carmen de Atrato sino en Pescaito, Chocó. Se
acerca al lugar de forma cautelosa y mira de un lado a otro dando vueltas entre
las personas.
Está acompañado de uno de sus amigos del inquilinato (allí habitan, aproximadamente, 18 familias que están a la espera de que una organización indígena les preste atención. Buscan por sus propios medios organizarse para tener la oportunidad de retornar a su resguardo).
Está acompañado de uno de sus amigos del inquilinato (allí habitan, aproximadamente, 18 familias que están a la espera de que una organización indígena les preste atención. Buscan por sus propios medios organizarse para tener la oportunidad de retornar a su resguardo).
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Ángel. Ángel, ¿por qué no volviste la otra vez? ¿cómo estás?
-Voy
a buscar a Alirio. Tenemos que volver a La Alpujarra.
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