Por:
Verónica Maya Restrepo
Quizá
sea el lugar más oscuro de la ciudad, al que escasamente llega el calor del
sol. Un sitio con rejas que encierra sueños y donde mueren las esperanzas de
muchos. Sin embargo, hasta allí llega la luz y hasta los ángeles.
En
San Cristóbal, corregimiento de Medellín, se observan las mallas de seguridad
que enmarcan cada esquina de esa casa de rejas ubicada en una loma un poco
empinada. A lo lejos se ven unas manos atravesando cada una de las estrechas
ventanas de la cárcel El Pedregal… unas manos deseando alcanzar un poco de
calor.
Era
un día un poco frío, tenue y casi angustioso. Al ingresar me recibió un hombre
con un uniforme azul, con el letrero del Inpec marcado por todos lados. Aunque
amable, era algo desafiante. Le conté hacia dónde me dirigía y aunque le dije
que se trataba solo de un trabajo universitario, se burló de mí alegando: “Los
medios aquí no entran”.
Con
esa risa en su rostro me dejó seguir, pero me aseguró que no conseguiría nada.
De todos modos, no me desanimé.
Continué
subiendo y cada vez se veían más uniformados y más rejas. En una casita al lado
izquierdo -muy cerca del ingreso al penal que decía Oficina Postal- me detuve,
entregué mi carta y me respondieron que probablemente no habría respuesta porque
a ellos no les interesa colaborar en este tipo de trabajos.
Quería
ingresar a la cárcel para hablar con algunos reclusos, conocer sus historias de
vida y observar -de primera mano- cómo viven. Salí un poco aburrida pues si no era
allí, entonces ¿dónde más conseguiría saber qué sucede adentro?
Al
dirigirme a la salida escuché mi nombre y me detuve de inmediato. Me saludó una
señora de uniforme que se presentó como Adriana Moreno. Era una de las muchas
voluntarias de la cárcel y se enteró de mi presencia allí.
Adriana
me presentó algunas de las voluntarias, les explicó el motivo de mi visita y
todas inmediatamente me acogieron. Empezaron a relatarme los testimonios de
personas que pasan sus días encerradas y no pude contener mis lágrimas al
escucharlas. En ese momento, algo cambió en mí.
En
medio de esas narraciones conmovedoras llegó María Carolina Gómez Barragán, la
directora de las voluntarias. Ella aceptó programar una entrevista para
profundizar en situaciones que allí se vivían y que seguramente la gente
desconocía.
Al
día siguiente tomé mi libreta y mi grabadora. Partí hacia un local de un centro
comercial en Laureles donde María Carolina me había citado. Llegué un poco
tarde, perdida en el tráfico, nerviosa y con mil preguntas en mi cabeza. El
corazón se me aceleraba al acercarme al lugar. No sabía qué esperar. Solo
quería entender su labor en un sitio donde nadie desea ir a parar.
Era
mediodía cuando empezó a describirme la historia de la Red de Voluntarias. Con
un notable orgullo en los ojos, me explicó la forma en la que dos mujeres,
Alicia Andrade y María Helena Ospina, decidieron fundar dicha red movidas por
las múltiples necesidades que detectaron en la vida de los presos sin familia.
Estas
voluntarias son ángeles carcelarios que velan por mejorar la calidad de vida de
personas olvidadas, brindándoles apoyo jurídico, espiritual y familiar. Se
convierten en el único contacto que los detenidos logran tener con el mundo fuera
de la cárcel.
Le
hice simples preguntas y en todo momento contestó con un amor que se reflejaba
en su rostro.
Me
manifestó que la labor de la Red de Voluntarias ha cambiado vidas. Entre ellas,
la que más recuerda es la de un joven de 27 años que fue integrante de un grupo
al margen de la ley y que perdió todo por estar dentro de una cárcel,
incluyendo a su madre, esposa e hijos. Él sostenía delante de todos que matar le
producía satisfacción.
Sin
embargo, después de recibir el apoyo de la red, encontró el poder de Dios y se
apegó al Plan de Justicia y Paz. Fue entonces cuando su vida cambió por
completo y ahora él es el predicador de la penal y exhorta a sus compañeros en
seguir luchando. Así él no pueda salir del encierro durante mucho tiempo,
afirma que ya encontró su luz.
Historias
como esta hay muchas. Estos ángeles -casi todas madres o jóvenes- han ayudado desinteresadamente
y con sincero cariño a una gran cantidad de familias. Al llegar a la cárcel le
irradian paz hasta el más cabizbajo de los convictos y cambian sus tristezas en
alegrías.
María
Carolina contaba que para los reclusos esas simples cosas que hacen ellas como llevarles
un jabón o una camisa, los motiva a continuar y los anima a guardar la
esperanza de salir pronto de allí para enmendar sus faltas.
Lastimosamente,
muchas veces la persona que es puesta en libertad, pasa a habitar otra cárcel:
la de la vida misma. Son tildados por la sociedad hasta el punto de no ser
aceptados en ningún empleo y terminan regresando al reclusorio. Muchos por
necesidad, algunos por injusticia y otros por problemas psicológicos.
Lo
peor es que quizá, sin darse cuenta, no son los únicos que implicados en las
consecuencias del encierro. Sus familias sufren junto con ellos. “Los niños
quedan sin madres, sin padres, sin familia”, comentan las voluntarias.
Realmente
ellos son los más afectados, quedan tristes y constantemente se preguntan ¿por
qué no los puedo ver?, ¿por qué ella o él no van a mi casa en la noche?
Algunas
internas tienen a sus hijos dentro de la cárcel. Otras tuvieron que
experimentar la separación y dejar a sus pequeños en hogares sustitutos.
Seguí
hablando con María Carolina y cada instante me sentía más tocada por el tema.
Experimenté una tristeza y una decepción conmigo misma al darme cuenta de que
vivimos con una venda en los ojos.
No
nos comprometemos y decidimos que está bien vivir en una sociedad imperfecta.
María Carolina se dio cuenta de mi sentir, me sonrió y me habló sobre la tarea
que tenemos los jóvenes en el cambio de estas problemática.
“Aunque
estén encerrados, son humanos… Humanos con necesidades y familia”, apuntó. Y
esto es cierto. Muchas veces dejamos de ver la luz y nos guiamos por una
oscuridad que acaba por enfriar el corazón. Juzgamos sin tener presente que
todos nos equivocamos, pero que tal vez no todos pagamos igual.
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