domingo, 16 de febrero de 2014

Los ángeles de El Pedregal


Por: Verónica Maya Restrepo

Quizá sea el lugar más oscuro de la ciudad, al que escasamente llega el calor del sol. Un sitio con rejas que encierra sueños y donde mueren las esperanzas de muchos. Sin embargo, hasta allí llega la luz y hasta los ángeles.


En San Cristóbal, corregimiento de Medellín, se observan las mallas de seguridad que enmarcan cada esquina de esa casa de rejas ubicada en una loma un poco empinada. A lo lejos se ven unas manos atravesando cada una de las estrechas ventanas de la cárcel El Pedregal… unas manos deseando alcanzar un poco de calor.

Era un día un poco frío, tenue y casi angustioso. Al ingresar me recibió un hombre con un uniforme azul, con el letrero del Inpec marcado por todos lados. Aunque amable, era algo desafiante. Le conté hacia dónde me dirigía y aunque le dije que se trataba solo de un trabajo universitario, se burló de mí alegando: “Los medios aquí no entran”.

Con esa risa en su rostro me dejó seguir, pero me aseguró que no conseguiría nada. De todos modos, no me desanimé.

Continué subiendo y cada vez se veían más uniformados y más rejas. En una casita al lado izquierdo -muy cerca del ingreso al penal que decía Oficina Postal- me detuve, entregué mi carta y me respondieron que probablemente no habría respuesta porque a ellos no les interesa colaborar en este tipo de trabajos.

Quería ingresar a la cárcel para hablar con algunos reclusos, conocer sus historias de vida y observar -de primera mano- cómo viven. Salí un poco aburrida pues si no era allí, entonces ¿dónde más conseguiría saber qué sucede adentro?

Al dirigirme a la salida escuché mi nombre y me detuve de inmediato. Me saludó una señora de uniforme que se presentó como Adriana Moreno. Era una de las muchas voluntarias de la cárcel y se enteró de mi presencia allí.

Adriana me presentó algunas de las voluntarias, les explicó el motivo de mi visita y todas inmediatamente me acogieron. Empezaron a relatarme los testimonios de personas que pasan sus días encerradas y no pude contener mis lágrimas al escucharlas. En ese momento, algo cambió en mí.

En medio de esas narraciones conmovedoras llegó María Carolina Gómez Barragán, la directora de las voluntarias. Ella aceptó programar una entrevista para profundizar en situaciones que allí se vivían y que seguramente la gente desconocía.

Al día siguiente tomé mi libreta y mi grabadora. Partí hacia un local de un centro comercial en Laureles donde María Carolina me había citado. Llegué un poco tarde, perdida en el tráfico, nerviosa y con mil preguntas en mi cabeza. El corazón se me aceleraba al acercarme al lugar. No sabía qué esperar. Solo quería entender su labor en un sitio donde nadie desea ir a parar.

Era mediodía cuando empezó a describirme la historia de la Red de Voluntarias. Con un notable orgullo en los ojos, me explicó la forma en la que dos mujeres, Alicia Andrade y María Helena Ospina, decidieron fundar dicha red movidas por las múltiples necesidades que detectaron en la vida de los presos sin familia.

Estas voluntarias son ángeles carcelarios que velan por mejorar la calidad de vida de personas olvidadas, brindándoles apoyo jurídico, espiritual y familiar. Se convierten en el único contacto que los detenidos logran tener con el mundo fuera de la cárcel.

Le hice simples preguntas y en todo momento contestó con un amor que se reflejaba en su rostro.

Me manifestó que la labor de la Red de Voluntarias ha cambiado vidas. Entre ellas, la que más recuerda es la de un joven de 27 años que fue integrante de un grupo al margen de la ley y que perdió todo por estar dentro de una cárcel, incluyendo a su madre, esposa e hijos. Él sostenía delante de todos que matar le producía satisfacción.

Sin embargo, después de recibir el apoyo de la red, encontró el poder de Dios y se apegó al Plan de Justicia y Paz. Fue entonces cuando su vida cambió por completo y ahora él es el predicador de la penal y exhorta a sus compañeros en seguir luchando. Así él no pueda salir del encierro durante mucho tiempo, afirma que ya encontró su luz.

Historias como esta hay muchas. Estos ángeles -casi todas madres o jóvenes- han ayudado desinteresadamente y con sincero cariño a una gran cantidad de familias. Al llegar a la cárcel le irradian paz hasta el más cabizbajo de los convictos y cambian sus tristezas en alegrías.

María Carolina contaba que para los reclusos esas simples cosas que hacen ellas como llevarles un jabón o una camisa, los motiva a continuar y los anima a guardar la esperanza de salir pronto de allí para enmendar sus faltas.

Lastimosamente, muchas veces la persona que es puesta en libertad, pasa a habitar otra cárcel: la de la vida misma. Son tildados por la sociedad hasta el punto de no ser aceptados en ningún empleo y terminan regresando al reclusorio. Muchos por necesidad, algunos por injusticia y otros por problemas psicológicos.

Lo peor es que quizá, sin darse cuenta, no son los únicos que implicados en las consecuencias del encierro. Sus familias sufren junto con ellos. “Los niños quedan sin madres, sin padres, sin familia”, comentan las voluntarias.

Realmente ellos son los más afectados, quedan tristes y constantemente se preguntan ¿por qué no los puedo ver?, ¿por qué ella o él no van a mi casa en la noche?

Algunas internas tienen a sus hijos dentro de la cárcel. Otras tuvieron que experimentar la separación y dejar a sus pequeños en hogares sustitutos.

Seguí hablando con María Carolina y cada instante me sentía más tocada por el tema. Experimenté una tristeza y una decepción conmigo misma al darme cuenta de que vivimos con una venda en los ojos.

No nos comprometemos y decidimos que está bien vivir en una sociedad imperfecta. María Carolina se dio cuenta de mi sentir, me sonrió y me habló sobre la tarea que tenemos los jóvenes en el cambio de estas problemática.

“Aunque estén encerrados, son humanos… Humanos con necesidades y familia”, apuntó. Y esto es cierto. Muchas veces dejamos de ver la luz y nos guiamos por una oscuridad que acaba por enfriar el corazón. Juzgamos sin tener presente que todos nos equivocamos, pero que tal vez no todos pagamos igual.



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