domingo, 16 de febrero de 2014

Vida, olores y sabores en la Plaza Minorista



No solo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, cada palabra que uno dice —como lobo, hermana, batalla, sarna, amantes —los otros cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de sarna, de amantes, de batallas.


Por: Juan David Saldarriaga González

Ítalo Calvino en su libro “Ciudades invisibles”

Legado del tiempo, que pasa sin detenerse, avisa los cambios que trae el paso del día a la noche. Todo retumba en la presencia de un enorme reloj gigante que mira desde la avenida del Ferrocarril y se convierte en testigo de las hazañas de un día y los sueños de una noche. En jornadas que no tienen fin, los minutos son cómplices de la plaza de todos y de nadie.

La plaza Minorista José María Villa es un pequeño pueblo dentro de la ciudad, un lugar donde la palabra y el regateo son la mejor manera de romper el hielo. Es una extraña manera en la que un mismo lugar tiene tres facetas día, tarde y noche que componen su naturaleza.

En la mañana, el flujo de gente en la plaza hace recordar los antiguos pueblos antioqueños. A su alrededor, hombres con bultos de frutas cargados a su espalda y sus camisillas sucias piden permiso esquivando a las personas. Mientras el tendero de barrio entra a comprar el surtido para su negocio, a fuera lo espera un acopio de carretilleros que buscan ganarse la primera moneda del día.


Sin embargo, cuando la noche emerge sobre la tradicional Plaza Minorista, ese pequeño pueblo antioqueño dentro de la ciudad, pasa a ser una villa fantasma; lo rodean habitantes de la calle que deambulan el lugar, en compañía de la oscuridad de la noche.

El silencio de una madrugada de un día cualquiera se ve interrumpido por la reversa de un camión que hace eco en el sector, el conductor viene a alimentar la plaza. Al fondo, se oye una voz que grita “hágale derecho que va bien; ale, ale, ale… ¡Listo!”. Luego un par de señores en medio de lo atípico que resulta ser alegre en la aurora de una mañana dicen: “Llegó la fruta”. Saludan cordialmente, descargan y se van. No sin antes echarse la bendición dos veces.   

A las cuatro y media de la mañana las puertas de la gran tienda de Medellín se abren para el público. El rojo de los tomates y las manzanas combina con el verde de los aguacates y el amarillo oro del maíz. La plaza abre sus ojos al despertar citadino y los transeúntes que pasa por el sector pueden encontrar mangos o naranjas por mil pesos en el separador de la avenida del Ferrocarril.

La mañana aclara y un agente de tránsito, con su uniforme, moviliza los carros con movimientos parecidos a un director de orquesta. Él compone melodías al sonido de los automóviles e insultos de las personas. En el aire, el negro humo del dióxido de carbono baja lentamente hasta chocar con el letrero que da la bienvenida a todo el que pasa por el sector.

Todavía no sale el sol perfecto de la jornada matutina y aun así esta plaza de Medellín está llena de personas que, con carretillas arrastrando o bolsas a punto de caerse, salen y entran de la tienda más grande de la ciudad.

El vendedor de los tintos habla con el guardia del gran mercado, quizá ambos intercambian opiniones sobre la vida, el deporte o el amor. Desde el exterior, todos los caminos conducen a la entrada principal del lugar y sus letras grandes con el nombre de José María Villa, en un fondo blanco, invitan a degustar del banquete de olores y sabores.

Los vendedores dicen, con una mirada amable, “¿en qué le puedo colaborar?, bien pueda y siga”; después expresan una composición de palabras que comprometen a cualquiera, “¿cuánto va a llevar hoy?, hágale que estoy regalado”... “pero si quiere lo consigue más fresco adelante”. Y así sucesivamente todos los días del año.

Esta y muchas otras historias se empezaron a tejer a partir de 1984 cuando los antiguos comerciantes del Guayaquil fueron trasladados al sector que hoy se conoce como la Minorista, todo por evitar una proliferación de venteros ambulantes en el centro de la ciudad.
Centenares de historias que componen un libro de memoria colores sepia se han dado en este sitio. Contrastes entre la luz del día y la opacidad de la noche, que de la mano de la historia antioqueña, han escrito y seguirán escribiendo los capítulos de la plaza con nombre propio. 

En la actualidad, trabajan más de siete mil personas en ese lugar. Varias historias, contadas y no contadas, pasan por aquí y hoy son anécdotas que quedan en el recuerdo de los mercaderes. 

Los olores de una tarde en la plaza

En las tardes, el metafórico silencio se apodera del Mercado. Ya no existe la algarabía de las primeras horas del día. Ese típico agite de quienes buscan llevarse los mejores productos en la mañana se va extinguiendo.

El olor de la plaza, cuando el sol oculta su cara, es el de la transpiración de quienes entregaron su jornada al servicio de la ciudad. El sentido del olfato no combina con el olor de las frutas de inicios del día. El atardecer hizo que la frescura natural perdiera su connotación simbólica con el paso de las horas.

El sonido de los carros y sus pitos, en medio de un trancón, es lo habitual en la hora pico. De lejos se ven las personas paradas en un bus y sus caras reflejan el cansancio de un día agitador. Lentamente el pequeño pueblo de la ciudad se va quedando sin personas que le den vida. A las seis de la tarde comienza la leyenda del pueblo fantasma, la tarde le da paso al misterio de la noche.     

Aparecen habitantes de la calle que buscan el último alimento del día antes de dormir. Algunos arman sus chozas con cartón mientras otros los miran inyectándose heroína. Es la historia de aquellos que la ciudad condenó al olvido.

Por ejemplo Caliche, uno de tantos hombres en situación de calle, que dice que por la noche la plaza es un mundo diferente al de día.

Caliche, quien se gana la vida vendiendo bolsas de basura, dice: “Yo me rebusco la plata por aquí, pero no le hago daño a nadie, muchas personas juzgan y no se ponen en los zapatos de nosotros”.

Como él, varias personas viven en las calles de la ciudad y componen la geografía nocturna de Medellín.

En medio de la historia de Caliche, donde la noche asusta con su presencia, la oscuridad convirtió a la Minorista en un mundo de personas que buscan respuesta, sin preguntas, mientras la sombra vigila los pasos de quienes por accidente pasan en medio de este pueblo fantasma.

Así pasan las jornadas nocturnas en la plaza. Un lugar multiservicios donde un hotel y un baño público son la misma cosa, los habitantes de la calle son huéspedes de lujo.
A las cuatro de la mañana comienza la nueva cara de la plaza, otra vez. Todos organizan las frutas que descargaron horas antes y abren sus negocios torpemente organizados. La música popular suena mientras los dueños de los negocios escriben con letra deforme, “sí hay promosion por el dia de oy”.

El lapso de una jornada que es testigo del contraste que la luz intenta hacer diariamente sobre la sombra, concluyó desde la panorámica de la Plaza Minorista. 

De esta manera se observa, con la retina de una persona del común, la manera en la que las 24 horas del día transformaron la simbología de un lugar. Un sitio entre la suma de palabras dichas y calladas, de miradas en silencio. De todos y de nadie.




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