No solo a vender y a comprar se viene a Eufemia sino
también porque de noche, junto a las hogueras que rodean el mercado, cada
palabra que uno dice —como lobo, hermana, batalla, sarna, amantes —los otros
cuentan cada uno su historia de lobos, de hermanas, de sarna, de amantes, de
batallas.
Por: Juan David Saldarriaga González
Ítalo Calvino en su libro
“Ciudades invisibles”
Legado
del tiempo, que pasa sin detenerse, avisa los cambios que trae el paso del día
a la noche. Todo retumba en la presencia de un enorme reloj gigante que mira desde
la avenida del Ferrocarril y se convierte en testigo de las hazañas de un día y
los sueños de una noche. En jornadas que no tienen fin, los minutos son cómplices
de la plaza de todos y de nadie.
La plaza Minorista José María Villa es un
pequeño pueblo dentro de la ciudad, un lugar donde la palabra y el regateo son
la mejor manera de romper el hielo. Es una extraña manera en la que un mismo
lugar tiene tres facetas —día, tarde y noche— que componen su naturaleza.
En la mañana, el flujo de gente en la plaza
hace recordar los antiguos pueblos antioqueños. A su alrededor, hombres con
bultos de frutas cargados a su espalda y sus camisillas sucias piden permiso
esquivando a las personas. Mientras el tendero de barrio entra a comprar el
surtido para su negocio, a fuera lo espera un acopio de carretilleros que
buscan ganarse la primera moneda del día.
Sin embargo, cuando la noche emerge sobre la
tradicional Plaza Minorista, ese pequeño pueblo
antioqueño dentro de la ciudad, pasa a ser una villa fantasma; lo rodean
habitantes de la calle que deambulan el lugar, en compañía de la oscuridad de
la noche.
El silencio de una madrugada de un día
cualquiera se ve interrumpido por la reversa de un camión que hace eco en el
sector, el conductor viene a alimentar la plaza. Al fondo, se oye una voz que
grita “hágale derecho que va bien; ale, ale, ale… ¡Listo!”. Luego un par de
señores —en medio
de lo atípico que resulta ser alegre en la aurora de una mañana— dicen: “Llegó
la fruta”. Saludan cordialmente, descargan y se van. No sin antes echarse la
bendición dos veces.
A las cuatro y media de la mañana las puertas
de la gran tienda de Medellín se abren para el público. El rojo de los tomates
y las manzanas combina con el verde de los aguacates y el amarillo oro del
maíz. La plaza abre sus ojos al despertar citadino y los transeúntes que pasa
por el sector pueden encontrar mangos o naranjas por mil pesos en el separador
de la avenida del Ferrocarril.
La mañana aclara y un agente de tránsito, con
su uniforme, moviliza los carros con movimientos parecidos a un director de orquesta.
Él compone melodías al sonido de los automóviles e insultos de las personas. En
el aire, el negro humo del dióxido de carbono baja lentamente hasta chocar con
el letrero que da la bienvenida a todo el que pasa por el sector.
Todavía no sale el sol perfecto de la jornada
matutina y aun así esta plaza de Medellín está llena de personas que, con
carretillas arrastrando o bolsas a punto de caerse, salen y entran de la tienda
más grande de la ciudad.
El vendedor de los tintos habla con el guardia del
gran mercado, quizá ambos intercambian opiniones sobre la vida, el deporte o el
amor. Desde el exterior, todos los caminos conducen a la entrada principal del
lugar y sus letras grandes con el nombre de José María Villa, en un fondo
blanco, invitan a degustar del banquete de olores y sabores.
Los vendedores dicen, con una mirada amable,
“¿en qué le puedo colaborar?, bien pueda y siga”; después expresan una
composición de palabras que comprometen a cualquiera, “¿cuánto va a llevar
hoy?, hágale que estoy regalado”... “pero si quiere lo consigue más fresco
adelante”. Y así sucesivamente todos los días del año.
Esta y muchas otras historias se empezaron a
tejer a partir de 1984 cuando los antiguos comerciantes del Guayaquil fueron
trasladados al sector que hoy se conoce como la Minorista, todo por evitar una
proliferación de venteros ambulantes en el centro de la ciudad.
Centenares de historias que componen un libro
de memoria colores sepia se han dado en este sitio. Contrastes entre la luz del
día y la opacidad de la noche, que de la mano de la historia antioqueña, han
escrito y seguirán escribiendo los capítulos de la plaza con nombre propio.
En la actualidad, trabajan más de siete mil
personas en ese lugar. Varias historias, contadas y no contadas, pasan por aquí
y hoy son anécdotas que quedan en el recuerdo de los mercaderes.
En las
tardes, el metafórico silencio se apodera del Mercado. Ya no existe la
algarabía de las primeras horas del día. Ese típico agite de quienes buscan
llevarse los mejores productos en la mañana se va extinguiendo.
El olor de la plaza, cuando el sol oculta su
cara, es el de la transpiración de quienes entregaron su jornada al servicio de
la ciudad. El sentido del olfato no combina con el olor de las frutas de
inicios del día. El atardecer hizo que la frescura natural perdiera su
connotación simbólica con el paso de las horas.
El sonido de los carros y sus pitos, en medio
de un trancón, es lo habitual en la hora pico. De lejos se ven las personas
paradas en un bus y sus caras reflejan el cansancio de un día agitador.
Lentamente el pequeño pueblo de la ciudad se va quedando sin personas que le
den vida. A las seis de la tarde comienza la leyenda del pueblo fantasma, la
tarde le da paso al misterio de la noche.
Aparecen habitantes de la calle que buscan el
último alimento del día antes de dormir. Algunos arman sus chozas con cartón
mientras otros los miran inyectándose heroína. Es la historia de aquellos que
la ciudad condenó al olvido.
Por ejemplo Caliche, uno de tantos hombres en
situación de calle, que dice que por la noche la plaza es un mundo diferente al
de día.
Caliche, quien se gana la vida vendiendo bolsas
de basura, dice: “Yo me rebusco la plata por aquí, pero no le hago daño a nadie,
muchas personas juzgan y no se ponen en los zapatos de nosotros”.
Como él, varias personas viven en las calles de
la ciudad y componen la geografía nocturna de Medellín.
En medio de la historia de Caliche, donde la
noche asusta con su presencia, la oscuridad convirtió a la Minorista en un
mundo de personas que buscan respuesta, sin preguntas, mientras la sombra vigila
los pasos de quienes por accidente pasan en medio de este pueblo fantasma.
Así pasan las jornadas nocturnas en la plaza. Un
lugar multiservicios donde un hotel y un baño público son la misma cosa, los
habitantes de la calle son huéspedes de lujo.
A las cuatro de la mañana comienza la nueva
cara de la plaza, otra vez. Todos organizan las frutas que descargaron horas
antes y abren sus negocios torpemente organizados. La música popular suena
mientras los dueños de los negocios escriben con letra deforme, “sí hay
promosion por el dia de oy”.
El lapso de una jornada que es testigo del
contraste que la luz intenta hacer diariamente sobre la sombra, concluyó desde
la panorámica de la Plaza Minorista.
De esta manera se observa, con la retina de una
persona del común, la manera en la que las 24 horas del día transformaron la
simbología de un lugar. Un sitio entre la suma de palabras dichas y calladas,
de miradas en silencio. De todos y de nadie.
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