Terminó
otro de sus ensayos. Baja la batería pieza por pieza con destreza ‒con el
tiempo se aprende a hacerlo sin dificultades‒ cuidando no caerse por las
escaleras del bloque 30 de la Universidad Eafit. Acababa de llegar de una gira que
hizo por varias ciudades de México y seguía tocando a pesar del cansancio de
los eventos.
Didier
Martínez es uno de los integrantes de Puerto Candelaria, un grupo antioqueño de
jazz fusión y cumbia underground al
que ingresó en el 2009, cuando tenía 22 años de edad.
Las inmensas
piezas de la batería ocultan su rostro. Solo se puede ver el pelo por encima de
uno de los platillos. Como de costumbre, lleva jeans, camiseta y zapatos deportivos. Unas grandes gafas, el pelo
en punta y la barba lo hacen lucir un poco mayor. De no ser por estas tres
características, parecería un niño.
Hubo un pueblo antes del Puerto…
Tenía
siete años cuando llegó una practicante de docencia a su salón de primaria. “Nos
enseñó a tocar una canción que decía ‘el gran pabellón, el gran pabellón, el
gran pabellón de la ciudad de Bogotá’. En percusión es lo mismo ‒lo toca sobre
la mesa‒ y me acuerdo que yo fui de los primeros que pudo tocar todo. Ahí pensé:
‘Uy, pude. Que chévere’, pero igual no
había banda ni nada de eso. Desde ese momento supe que la música era para mí y
me empecé a interesar mucho en ella”, manifiesta Didier.
“Eran
como redoblantes: uno llevaba una olla, se la colgaba con una correa y
tocábamos con lo que fuera ‒se ríe‒. Eso era súper chistoso… hasta que los
compraron”.
Tenían formada
la banda de la primaria pero no había un solo instrumento para ellos. Aun así, iniciaron
el proyecto en el colegio y Didier entró a formar parte de él. Era algo que
había esperado con ansias desde la primera vez que tocó el ritmo de aquella canción.
Fue la
primera reunión de la banda y todos tenían que escoger qué querían tocar.
Didier, por su parte, siempre tuvo una conexión con los instrumentos de
percusión.
“Yo
quería tocar el instrumento que tocaba Luis Andrés. Era un tambor grande que
sonaba bajo. Se le conoce como timba y se toca con dos mazos de bombo aquí
abajo -y pone sus manos como si tuviera en ese momento el instrumento con él,
lo toca en el aire y emite el ritmo con la boca- Yo quería tocar eso porque se
hacían muchas cosas con las manos y sonaba bacano”, me contó Didier.
Sin
embargo, nadie se postuló cuando el profesor pidió candidatos para hacerse
cargo de la batuta, así que él se ofreció. “Nadie levantaba la mano y yo sentía
que me decía a mí mismo ‘levanta la mano, levántala, levántala, levántala…’ -y la
levantó- entonces fui batutero un tiempo”.
Al poco
tiempo de haber comprado los instrumentos, “me fui de sapo al ensayo de
percusión”, confesó.
Ese día
se sentó junto a ellos. Muchos eran sus amigos y empezaron a enseñarle ritmos
fáciles. Todos ejecutaban los instrumentos pero Didier los hacía con mayor
facilidad. Su profesor se sorprendió gratamente hasta el punto de haberle
propuesto ser jefe de percusión.
Didier nació
en Oiba, un municipio de Santander. Es una pequeña población de aproximadamente
10.500 habitantes. Allá no había profesores formales de música. Quienes
enseñaban tenían conocimientos mínimos y para sus padres resultaba poco creíble
escuchar sobre las habilidades de su hijo. “El director de la banda le dijo a
mis papás. Me compraron unas congas porque eran baratas y también porque
conseguirme la batería era complicado”, relata Didier.
Pero, ¿sí
le dieron la batería?
“Eso fue
un rollo para que me la dieran. Como mis papás pensaron que eso se me iba a
pasar con el tiempo, temían comprármela. Sin embargo, ya cuando tenía 12 años,
vieron que sí me gustaba y que era en serio que quería tener la música dentro
de mi vida, y me la compraron”, relata Didier.
Nunca
había visto una batería física, solo las que pasaban por televisión. Las congas
y ollas eran lo más parecido que tenía. No había internet y menos en una
población tan pequeña. Aprendió a tocar cosas de un libro y entrenó su oído sin
saber lo que hacía. Didier revela: “No me atrevía a tocar salsa porque eso
parecía muy difícil, además no sabía bailarla. Yo pensaba que si era difícil de
bailar, tocarla era tres veces peor.”
Primer grupo, primera paga
“Tuvimos
un grupo que se llamaba Éxtasis y nos
llevaban a tocar a las veredas que quedaban cerca de Oiba y también a algunas
actividades en el parque”, comenta Didier.
Una vez
los llevaron por las carreteras destapadas del municipio. El vehículo saltaba
cada vez más fuerte y en la parte trasera sonaban los platillos de su batería. Le
asustaba que se dañaran pero al final, cuando terminaron de tocar, los
reunieron y le dieron 20.000 pesos a cada uno.
“Eso fue
increíble –dice-. Todos nos sorprendimos y mucho más yo. No sabía que además de
poder hacer lo que me gustaba, me pagaban. Esa plata la guardé y ahorraba todo
lo que nos pagaban en los conciertos. De ahí en adelante compré todo lo que
necesitaba. Lo primero fue un platillo de acompañamiento que todavía conservo.
Es más, estamos tocando en Puerto con ese”.
“Nunca quise estudiar otra cosa”
“Decidí
estudiar música a los 12 años y no me arrepiento de haberlo hecho”.
Alguna
vez pensó en estudiar Derecho, pero expresa: “Menos mal me arrepentí de
estudiar eso. Tenía que leer mucho. Además, me aburría la idea de tener que
encorbatarme y peinarme bien. La música era lo que me llenaba”.
Y así fue
como en el 2002 se graduó del colegio y se presentó a la Universidad Autónoma
de Bucaramanga (Unab). “Cuando fui a presentarme, uno de mis amigos que acababa
de terminar su audición, me dijo: ‘toqué algo de rock y después bossa nova’. No entendí nada cuando él
me dijo eso y me asusté más de lo que ya estaba. No tenía ni idea de cómo era
que se tocaba el bossa nova porque
nunca antes lo había escuchado.
Cuando
entré me dijeron que tocara cualquier cosa, así que le di duro a eso. No me
acuerdo lo que toqué. Creo que fue tan espontáneo que no me di cuenta de lo que
pasaba. Terminé y esperé los resultados. Finalmente, pasé a la carrera de Música”-
narra Didier.
Nunca
tuvo clases formales de batería pero eso no lo desmotivó. Siempre pensó que
llegaría a ser grande con ayuda de la música y sigue pensándolo hasta el día de
hoy.
Medellín, el Puerto
Cuando
Didier estaba en el tercer semestre de la carrera, su padre consiguió un
trabajo en Medellín. Entonces tuvo que mudarse y buscar dónde estudiar.
“Fui a la
de Antioquia y después a Eafit. Indudablemente, me gustó mucho la segunda. Además
de ser muy bonita, era reconocida y el programa de Música es muy fuerte allí.
Entonces hablé con el jefe de carrera. Estaba muy emocionado pero me desanimé cuando
me dijo que no tenían un énfasis en batería. Entré a tocar percusión sinfónica
con la idea de cambiarme cuando abrieran el pregrado en jazz, pero nunca lo
abrieron”.
Ahí
conoció a Juan Guillermo Aguilar, un percusionista integrante de Puerto Candelaria.
Le propusieron que tocara con ellos y él accedió.
“Puerto
reunía todo lo que yo esperaba. Siempre soñé con viajar mucho y mostrar lo que
es Colombia a través de la música. Anhelaba eso desde que era niño y entrar a
Puerto fue como si el destino me hablara.
Yo presentía que iba a poder cumplirlo algún día y aunque ya esté cumpliéndolo,
quiero seguir anhelándolo con más ganas”, asegura Didier.
La música es su vida
Él
confiesa: “Me trasporto cuando me siento a tocar batería. Es la mejor sensación
que puedo tener. Siento que ese momento es mío y que puedo ver a la gente feliz
cuando logro transmitir la energía. Siento ganas de saltar, gritar fuerte y
mover los brazos. Me gusta ver cuando la gente se ríe con nosotros y puede
encontrarse gracias a nuestra música. Aunque no los logre ver en los
conciertos, sé que están felices y eso me llena”.
Pie de
foto 1: Durante la grabación del DVD: “Amor y deudas” en el Teatro Pablo Tobón
Uribe.
Pie de foto 2: Didier
intepretando la “La tusa”, uno de los temas más solicitados en los conciertos
de Puerto Candelaria.
Pie de foto 3: Carátula de
“Cumbia rebelde”, primer álbum de Puerto Candelaria en el que Didier participó.
Pie de foto 4: Después de tocar
con tapas y correas, Didier consiguió tener su batería.
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