lunes, 24 de febrero de 2014

Recuerdos de un niño de 91 años


Al pedirle que relate la Medellín de antes, Julio Galvis se remite inmediatamente a su niñez, su época preferida, su tiempo ideal…


Sentado en el balcón de su apartamento, mirando con nostalgia la parte occidental del Valle de Aburrá que se antepone ante sus ojos, recuerda los viajes que hacía en tranvía con su madre hacia el mercado. Ahora, agobiado por el ruido del tráfico que se concentra y llega hasta el piso 13 donde vive, dice que a sus 91 años ya ha vivido y visto todo. Lo que se viene va a ser difícil y asegura que ni siquiera le tocará.

Hay quienes dicen que los tiempos pasados fueron mejores y añoran vivir en ellos. Este es incluso el mensaje de Medianoche en París, una de las películas más taquilleras de Woddy Allen.

Mientras mira en la distancia, Julio Galvis recuerda la Antioquia de 1930 y mediados de siglo XX: su Medellín, la que le tocó vivir y ahora extraña.

El hombre de semblante juvenil, a pesar de su avanzada edad y de su vida  monótona, comenta con preocupación que el cambio de la ciudad ha sido radical, un desarrollo que, como todo, tiene un lado positivo y uno negativo: “La parte estructural ha cambiado de forma muy violenta y ha sido lo más difícil de vivir, aunque también hay cosas que facilitan mucho la vida como las tecnologías. Creo que las dificultades son muy distintas y una de las peores es la movilidad”.

En su infancia vivió en la calle Girardot -entre Pichincha y Ayacucho-, ahora parte del centro de la ciudad. Estudió los primeros años en el colegio de la Placita de Flores (una institución regentada por la comunidad religiosa de los Hermanos Cristianos) y luego hizo el bachillerato en el colegio San Ignacio, de los Hermanos Jesuitas. Esos años, dice, fueron los más felices de su vida…

Al mercado en tranvía con mamá

En ese entonces, 1930, el tranvía de Buenos Aires subía por la calle Ayacucho hasta la Puerta Inglesa -una de las estaciones más importantes en aquel entonces ubicada arriba de Miraflores-. La concentración de tranvías era en el parque Berrio, ahí estaban todas las rutas de la ciudad: Buenos Aires, Boston, Manrique, Robledo, La América y hasta la del lejanísimo Envigado.

“El tranvía de Envigado era el más grande de todos, era amarillo y las bancas eran en esterilla -unas sillas hechas con hojas de palma-. El tranvía era como el metro de ahora, valía cinco centavos y la gente se movilizaba en él para todas partes”, recuerda. También estaba el famoso Ferrocarril de Antioquia que pasaba por el barrio San Benito e iba a municipios como Fredonia y Puerto Berrío.

Don Julio, sin dejar de mirar al horizonte con breves pausas como intentando recordar bien cada detalle, rememora que iba a mercar con su madre a la Plaza de Cisneros. La recuerda como una plaza inmensa en la que se mercaba con canastas.

En ese momento evoca con picardía un recuerdo de esos tiempos cuando arrimaba con disimulo su canasta a los toldos de mamoncillos y se robaba algunos para comerlos a solas en la casa: “Íbamos y nos devolvíamos en tranvía o en taxi, aunque eran poquitos. Eran tiempos en los que había muchas carrozas a caballo y la leche la repartían en estas. La gente se movía a pie o a caballo y había muy poquitos carros”, añade.

Acordándose de otra anécdota dice que don Gonzalo Mejía, un reconocido empresario y negociante, trajo un carro e iban a probarlo subiéndolo por la calle Barranca del convento, al frente de donde es ahora la Iglesia de San Antonio. La gente apostaba que el carro no podía subir, pero si. Eso fue todo un acontecimiento en la ciudad.

De 6 a 249 barrios

En ese entonces se distinguían apenas Buenos Aires, Prado, San Benito, Manrique, Aranjuez y La América. Hoy Medellín tiene 249 barrios. El barrio de El Poblado era un pueblito, había fincas y pasaba el tranvía hasta Envigado..

Como ejemplo de esa población del Valle de Aburrá cuenta una anécdota: “Cuando trabajaba en Coltejer me iban a subsidiar una casa en Bolivariana y cuando le dije a mis hermanas y mi mamá se pusieron a llorar y me dijeron que no las llevara a esa selva”.
Mira con preocupación las altas torres que se alzan en todo el Valle y cuenta con cierto desasosiego: “El edificio más grande que había cuando estaba chiquito era el edifico Henry, en el parque Berrío. Había muchas fincas y una muy famosa era Patio Bonito, donde actualmente hay un barrio con el mismo nombre”. Con un poco de ironía añade que donde antes vivían unas seis personas ahora hay torres que albergan más de 200 familias.

¡Empanadas bailables!

Al lado de donde hoy es el Cementerio de San Pedro estaba el Bosque de la Independencia -actual Jardín Botánico-. “Era el lugar donde la gente salía a recrearse, tenía un lago muy bonito y había empanadas bailables”, comenta con alegría. “El otro lugar para distraerse era el parque Bolívar que tenía rejas, el escenario de retreta y una animada fiesta dominical a mediodía, en la cual una banda tocaba música de todo tipo”.

“San Pedro era el cementerio de los ricos y San Lorenzo el de los pobres”, dice. don Julio es un hombre jovial que recuerda con entusiasmo su niñez (no es como los típicos señores de 91 años, no usa gafas permanentes ni bastón, camina perfectamente).

“La fiesta más grande que había en Medellín era la del Corazón de Jesús, en agosto: iban todos los colegios, el Ejército, los bomberos y se hacía una procesión”, comenta con estusiasmo. Esta celebración dejaba ver lo devota que era la gente de la ciudad a la hora de seguir tradiciones.

Las empresas más acreditadas eran Coltejer, Fabricato y Postobón. Entre las familias más famosas e influyentes estaba la de don Alejandro Ángel, quienes vivían donde es ahora el Club Campestre. Otra muy reconocida era la de los Echavarría, líderes en la industria de los textiles y fundadores de Coltejer.

No había colegios mixtos: “Uno se conseguía a las mujeres como podía”, comenta entre risas. Los colegios más importantes eran el San José, San Ignacio, La Presentación, María Auxiliadora y los Salesianos. Estaban la Universidad de Antioquia y Minas.

También había cine: “Yo era el encargado de la máquina de proyección y de las cosas eléctricas de mi colegio. Cuando en la película había alguna escena con un beso tenía que taparla en el proyector porque era inadecuado”, cuenta tratando de mostrar el cambio con respecto a la moralidad y los valores de aquellos tiempos.

De telegramas a celulares

Acordándose del teléfono que le decía a la operadora para llamar a su madre, 12088, empieza a relatar cómo eran las comunicaciones de la época: “Uno se comunicaba con telegrama o cartas, pero se demoraba mucho”.

El periódico era la manera de enterarse de las noticias. Estaba El Colombiano, El Bateo (que era semanal y humorístico), La Defensa (conservador) y El Heraldo (liberal, después se convirtió en El Mundo). “La radio llegó más tarde a la ciudad aunque se tenían algunos radios de Galena”.

¡Qué ciudad aquella!

Don Julio, quien a propósito tiene una vestimenta muy juvenil, jeans y camisa tipo polo de rayas, alude con nostalgia uno de sus recuerdos más profundos: “Cuando llegaron los primeros aviones estaba chiquito y mi papá me subía al tejado de la casa a ver su llegada a la ciudad, aterrizaban a la orilla del río, en un guayabal”.

Todo era tan distinto... “Solo había nueve presos en el penal de La Ladera y bajaban a desyerbar las calles que eran empedradas. Nadie habitaba en la calle -lo más parecido era una pordiosera a quien llamaban ‘chupahuevo’ y en todas las casas tenían un día para los pobres y les daban comida-. Sin duda alguna, era una ciudad con menos inequidad, no había tanta diferencia social”.

De aquellos años lejanos de su niñez recuerda que solo se presentó un asesinato del que tenga memoria, un hecho que impactó a la ciudad por la escasez de episodios de sangre: “¡La ciudad estuvo dos años conmocionada!”.

Lo que sí había era mucha violencia bipartidista y disputas políticas: “Cuando había elecciones todo el mundo se escondía y las mujeres no votaban hasta que el general Rojas Pinilla les dio esa carajadita”, comenta don Julio con un tono un poco machista.

Había una señora llamada Ana Joaquina que era la ortopedista de la época y la encargada de componer a los que tenían fracturas. La gente decía para referirse a un muchacho descarriado: “No lo compone ni misiá Ana Joaquina”. Generalmente era un solo médico y este hacía y sabía de todo.

Algunas de sus reflexiones del mundo de hoy

Don Julio Galvis piensa que lo que se viene va a ser muy trabajoso: “En mi tiempo no había televisión ni bomba atómica, lo que se viene son cosas más trascendentes que influenciarán el modo de vivir la gente drásticamente”.

“Los conceptos de cultura, valores y urbanidad han cambiado, incluso desaparecido. En mi tiempo la gente no guardaba la plata en el banco, tenían cajas fuertes y una libreta donde apuntaban todas las cosas. El concepto de familia era muy importante, el divorcio era mal visto y era muy común que se excomulgara a la gente en el púlpito de la misa del domingo”, agrega.

A modo de reflexión sobre estos tiempos, afirma con desconsuelo: “Antes la gente era más conocida, más amigable, incluso se veía más feliz. Ahora al parecer todos están afanados, estresados y atrancados en el tráfico. Nadie se detiene a apreciar la vida”.

“A mi modo de pensar era muchísimo mejor la vida antes. Ahora los que son jóvenes son felices y cuando sean viejos van a decir que su pasado fue mejor también”, concluye.

Pie de Foto

1.    Don Julio Galvis mirando hacia la ciudad hace una de sus pausas habituales para recordar como era Medellín a mediados del siglo XX.

2.    En la época de los 30 no tenían Internet ni otras distracciones, el deporte era una de las maneras como los jóvenes se entretenían. Este era el equipo de baloncesto del colegio San Ignacio. El segundo, de izquierda a derecha, es don Julio.

3.    Los Galvis eran una familia muy unida a pesar de la muerte de su padre.

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